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Vol. xix #4

Diciembre 1998




El rió dejó un hueco en mi corazón






Pedro Cardoza

"Ya lo he visto más grande y fuerte en otras crecientes y para que alcance los 300 metros a donde está mi casa, tendría que crecer muchísimo, y para mí es imposible que lo logre", le comentaba a mi hermana Iris y a otras amigas, mientras observábamos el río Pelo, después de tres días que el huracán Mitch había tocado suelo hondureño. La verdad es que no era yo la única persona que hacía esta afirmación, sino que se la escuchaba a varios vecinos del barrio San Antonio de Pénjamo, que fue el barrio de mi niñez, y que por lo tanto conocí al cien por ciento todas sus calles y casas, especialmente las de mis amigos, con quienes compartimos, incluso ya adultos, paseos y visitas mutuas.

Tres días después, sin ver salir el sol ni por un solo instante, y donde la lluvia continua se convertía en fuertes aguaceros, ya no se podía dormir por el gran ruido de rocas inmensas, arrastradas por las fuertes corrientes del que en otros tiempos era considerado "quebrada" o riachuelo, y que ahora se comparaba al Río Ulúa, uno de los ríos más grandes y caudalosos de Centro América. Estos días no los olvidaré; no pudimos pegar los ojos ni un instante, ya que el río se comía varios metros de tierra por hora, como una fiera hambrienta devorando su débil presa, que en este caso eran las casas de mis amigos y demás vecinos.

Lógicamente, el comentario original de "Imposible que crezca tanto" se había transformado en "¡Rápido, vecinos, no se duerman y salgan que ya viene el río!". Esto era para volverse locos. La gente corría de un lado a otro, y mis hermanos y yo íbamos una y otra vez a ver el río para asegurarnos de su distancia a nuestra casa. Cuando por fin tocó nuestro solar, en casa dimos la señal de "Alerta Roja" y evacuamos al instante. Esto fue en la madrugada.

En mi familia pensamos que habíamos perdido nuestra casa, pero fue un milagro haberla conservado, porque las lluvias empezaron a bajar de nivel hasta cesar su fuerza. Pero lo que no cesó fue el llanto y el dolor de por lo menos cien familias que, con razón, se lamentaban al recordar cómo vieron rodar sus casas y demás pertenencias hacia el abismo que habían dejado las fuertes corrientes de las aguas del río Pelo.

Ahora que las lluvias del huracán han pasado, y camino por el barrio, me resulta muy pequeño, y siento que me falta algo dentro de mí; mi mente todavía no concibe que ya no exista la calle que recorría a pie o en bicicleta, o también en el bus que me transportaba hacia el teatro. Las casas que a menudo visitaba ya no están y mis amigos de la infancia tampoco están. Mi barrio pasa a ser historia; tendrán que borrarlo de los mapas casi por completo. Pero también pasa a ser un sitio turístico, ya que están llegando muchas personas para curiosear, o para comprobar por sí mismas de que tal barrio ya no existe más, sino que en su lugar hoy queda un inmenso hueco en la ribera del río, como también un hueco inmenso en mi corazón. Una vez que pasó lo más fuerte del huracán Mitch, todos los del teatro la fragua nos reunimos de emergencia para saber si alguna de nuestras familias había resultado afectada. La familia de Chito salió apresuradamente del barrio Palermo y estaban quedando con Jack: su casa se estaba inundando por el desbordamiento del río Ulúa. Pero la familia más perjudicada fue la de don Salvador Velázquez, el jardinero del teatro. Don Salva perdió su casa entera y la mayor parte de sus pertenencias. Ahora, él y su familia se encuentran refugiados en un albergue frente a lo que antes fue mi barrio de Pénjamo.

La reunión del grupo concluyó en un acuerdo de ayuda mutua entre nuestras familias para asegurar un abastecimiento de agua y alimentos para prevenir la escasez que se veía venir de un mmento a otro. Confiando en que nuestras familias tendrían lo básico para sobrevivir, nos despreocupamos un poco de ellas. Lo inmediato era ponernos a las ordenes de Radio Progreso, la emisora que durante lo peor del huracán estuvo trabajando día y noche, transmitiendo avisos referentes a personas desaparecidas y ayudando a rescatar vidas o llevando comida a las miles de personas damnificadas.

Mi compañero Yuma y yo fuimos destinados con el pick-up para colaborar con Radio Progreso. Los demás compañeros se apuntaron a distintas tareas. Se formaron grupos de jóvenes voluntarios para, mediante la puesta en escena de pequeñas obras de teatro, levantarles los ánimos a las personas damnificadas y refugiadas en los diferentes albergues de la ciudad. Nuestra intención no era saciar el hambre física de aquellos damnificados. Lo que nosotros queríamos era llevar alegría y hacer nacer las sonrisas de esperanza en aquella gente dolida y golpeada por el huracán.

Cuando llegamos a Radio Progreso las necesidades eran exageradas. De inmediato, a Yuma y a mí, nos mandaron a conseguir donaciones de agua purificada para llevarla al otro lado del puente de La Democracia. Allí decenas de personas estaban llegando nadando, buscando la protección del bordo, desde varios campos bananeros. Al acabar su angustiosa travesía a aquellas personas se les notaba moribundas, desfallecidas en sus fuerzas: por el titánico esfuerzo de nadar varios kilómetros, y también por los varios días sin comer y sin beber agua. A mí me asombró el espíritu de sobrevivencia de aquellos campeños. Parecía imposible que hubiesen nadado a través de aquellas aguas, cruzando a nado las anegadas bananeras, con el peligro de ser sorprendido por los colmillos de alguna asustada serpiente que como ellos buscaba ponerse a resguardo de las aguas.

Al día siguiente nuestro trabajo continuó. Fuimos en busca de una donación de 10,000 bolsas de agua purificada que se repartirían en las aldeas cercanas. Nos enviaron a una aldea bastante remota que se llama La 27. Nos pusimos en camino junto con otras personas voluntarias. Sin embargo nuestra misión se vio alterada. El puente por el que había que pasar para llegar a La 27 había sido arrastrado por el río. La única alternativa para nosotros era cruzar el río. Yo tenía mucho miedo. Me abrazó una gran inseguridad. Pero mis compañeros me pusieron como dicen «entre la espada y la pared»; me hicieron ver que el agua era una prioridad de emergencia. No me quedó otra... Me persigné, puse el carro en primera, y procedí a cruzar el río. Lo logramos pero con mucha dificultad. Nos sentimos alegres.

Después de atravesar varias hectáreas de plantaciones de palma africana llegamos a la última aldea. Allí había un grupo numeroso de familias damnificadas que había salido huyendo de otra aldea vecina. No tenían ni una sola gota de agua para beber ni para cocinar. Los plátanos se los comían azados. Cuando estábamos repartiendo las bolsitas de agua, nos llamaron la atención los gritos desgarradores de un niño. Tenía de 9 o 10 años y estaba enfermo. Nosotros nos hacíamos los fuertes al escuchar el llanto de aquel niño. Tratábamos de hacernos los desatendidos porque ninguno de nosotros era médico. Pero los alaridos del niño nos penetraron el corazón. Su mamá lo tenía acostado sobre sus piernas mientras le colocaba un trapo con agua caliente en la frente. Yo no me pude contener y le pregunté a la madre del niño si sabía qué enfermedad era la que aquejaba y hacia sufrir a su hijo. Me contestó, con un nudo en la garganta, que no sabía qué era exactamente pero que el niño decía que era un dolor en los oídos acompañado de fiebres muy altas. Yo me sentí impotente porque lo único que era capaz de ofrecerles era agua purificada. Pensamos en traerlo a Progreso con nosotros pero las condiciones de la carretera nos hacía imposible poder transportar cualquier enfermo. Además estaba lloviendo otra vez. Nos marchamos de aquel lugar con el corazón hecho pedazos, por la criatura que sufría. Y como aquel niño hay cientos de niños más en todo mi país.

--Pedro Javier Cardoza


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Agradecemos su solidaridad
en estos momentos difíciles
para nuestro pueblo.

Qué pase una Navidad
llena de paz y alegría.

Y contamos con su solidaridad
para ayudarnos en la tarea
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la tarea de asegurar
que la reconstrucción de nuestro país
se base firmamente
en la paz y alegría y justicia
del Niño
nacido en un albergue para los refugiados.







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