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Vol. xxii #3

Septiembre 2001




El teatro necesario (I)

--Francesco Manetti




Terminé mis estudios de secundaria en Florencia teniendo como desolador contexto la guerra que a principios de los noventa desangró a la antigua Yugoslavia. Como todo recién graduado me encontraba en el dilema de qué hacer con mi vida: en la secundaria aprendí a diseñar vestuario teatral y había actuado en obras teatrales de la escuela, pero la idea de hacer del mundano, frívolo, y en el mejor de los casos intelectualoide mundo del teatro, el centro y motor de mi vida, no me entusiasmaba.

Una mañana leyendo un periódico, entre las muchas noticias de bombardeos y masacres de civiles por absurdas diferencias étnicas o religiosas sucediendo muy cerca de las tranquilas y ricas costas italianas, encontré un pequeño artículo que llamó mi atención y me dejó desconcertado: en un teatro semidestruído de Sarajevo se ensayaba bajo la lluvia de bombas Esperando a Godot de Samuel Beckett. Todavía recuerdo la pregunta que me vino a la mente frente a aquel artículo: ¿por qué en un país que necesita de alimentos, vestido y de alguien que pare las masacres, un teatro continúa trabajando, poniendo en escena un texto como el de Beckett, que poco o nada tenía que ver con las barbaridades que estaban ocurriendo? Como un rayo llegó la respuesta: de repente vi a los dos protagonistas (Estragon y Vladimiro) vestidos con ropas que alguna vez fueron elegantes, los vi llenos de esperanza aguardando a aquel Godot que quizás nunca llegaría y detrás, como otra imagen super puesta, veía a los miles de personas encerradas en los refugios, familias temblando en sus casas por el miedo a ser deportadas, pueblos enteros en una espera terrible, aguardando el momento de que el mundo llegara a poner fin a aquella locura.

Empecé a comprender: aquél extraño texto irlandés se convertía ahora en un grito al mundo, en la voz de un pueblo, reflejando con despiadada claridad el estado de ánimo de millones de personas. El ritual teatral se había transformado, bajo las bombas y las balas, en la voluntad de no aceptar pasivamente un destino de muerte y destrucción. Poco tiempo después tomé la decisión de matricularme en la Escuela Nacional de Arte Dramático en Roma. Había comprendido que el contexto es todo: una obra de Shakespeare puede ser la más inútil reconstrucción histórica o la más fuerte de las denuncias, vano contenido de sabiduría o el más lúcido mapa de la geografía humana. Desde ese momento llevo dentro una palabra que en mi profesión como actor y maestro me sirve como la brújula que da dirección y sentido a mi trabajo: Necesidad.

Todavía hoy creo que la necesidad del teatro es comparable a la necesidad de los padres: caemos en la cuenta de que nos hacen falta y los necesitamos cuando ya no están junto a nosotros. Así cuando la libertad de expresión artística es reprimida y ahogada, cuando un terremoto, una carestía o la cotidiana miseria de gran parte del mundo reducen y limitan la vida, nos damos cuenta que para sobrevivir los seres humanos necesitamos tanto del pan para el cuerpo como del pan para el espíritu. El teatro está, como un pan, listo y necesitando sólo de un actor y un público para saciar aquella fundamental hambre del espíritu.

Pero (hay siempre un pero) yo crecí en uno de los países más industrializados del mundo donde la regla principal del consumismo se infiltra hasta en los más escondidos rincones de la mente: presentar como necesario lo superfluo, convencer a la gente que la vida sin un celular no tiene sentido y que es preferible renunciar cien veces a la conciencia que a los vacíos manjares del mercado, la publicidad o la tecnología. Así con el tiempo la palabra necesidad ha tenido muchas veces que pactar con contratos de trabajo, con elegantes señoras de sociedad para quienes el teatro es lo mismo que un desfile de modas, incluso con mi misma vanidad. He llegado a la edad de treinta años y aquella palabra tan amada empezó a sonar como un slogan que había perdido su valor inicial. Era necesario para mi volver a caminar, encontrar de nuevo la ruta que encontré en aquel viejo artículo de periódico e ir descubriendo otra vez aquella bendita necesidad. Y es así como llegué a teatro la fragua en El Progreso, una remota provincia de Honduras, a miles de kilómetros de mi tierra y mi cultura.



Lo importante es arrancar...

Llegado a El Progreso me di cuenta inmediatamente de las condiciones en que se encuentra este país: pobreza, violencia, derechos humanos irrespetados, salud y educación muy deficientes. En la casa donde fui alojado viven otros voluntarios venidos de todas las partes del mundo (España, Alemania, Estados Unidos, Austria). Todos trabajan con los comités de organización comunitaria formados por los jesuitas a raíz de la destrucción ocasionada por el huracán Mitch. Cada voluntario ayuda desde su profesión: abogados, técnicos, sociólogos, enfermeras. Los primeros momentos fueron los más duros: no siendo un jesuita, sin pertenecer a ninguna organización o asociación, simplemente siendo un teatrista que intenta hacer bien su trabajo, me preguntaba si mi presencia podía resultar fuera de lugar y mi trabajo poco relevante comparado con el trabajo de los otros voluntarios. Pero decidí esperar y no abatirme, y mientras tanto dormir para reponerme de las muchas horas de viaje por aeropuertos y aviones.

Me desperté a las 5 de la mañana con el canto de los gallos, el ladrar de los perros y el balar de nuestras vecinas las cabras. ¿Qué hacer? Mi cita con el padre Jack era a las 10:00, era domingo y no sabía qué hacer a esas horas tan tempranas. Suerte que mis compañeros de casa se iban despertando y empezamos a hablar sobre las actividades de cada uno; no obstante mi español muy tímido e inseguro, me sentía a mis anchas; parecía que era yo la única persona que encontraba extraña la presencia de un teatrista aquí.

Cuando llegó Jack, por segunda vez fui golpeado por la singular presencia de este hombre tan distinto a mi imagen de los curas de mi país. En lugar del clásico vestuario negro, Jack llevaba jeans y camiseta a rayas, pelo largo blanco recogido en una larga cola Además es un cura que fuma. Con una sonrisa abierta me invita a subir al carro para dirigirnos a Paujiles, una nueva colonia construida para las familias que perdieron sus viviendas durante el huracán Mitch, donde se está construyendo también la segunda sede del teatro la fragua. En el breve viaje nos acompañó Karol, una hermosa niña a quien Jack llama princesa; después descubrí que era una de las hijas de Chito, uno de los actores de más tiempo en la fragua.

Cuando llegamos a Paujiles mi mirada se fue vagando por las casas recién construidas, por las improvisadas calles. Me di cuenta de la falta de los más elementales servicios básicos de luz y agua: aquí la vida está en reconstrucción. Se trata de reconstruir las esperanzas de las familias que perdieron todo durante el Mitch. Junto a las casas, en el mero centro de la colonia, está naciendo un teatro. La construcción está apenas en su inicio: una echada de cemento delimita el sencillo espacio escénico, una serie de columnas sostienen un techo metálico; desde lo que en el futuro será el fondo del teatro se puede ver el espléndido panorama de las montañas que rodean la zona, y retoños de cedros que empiezan a crecer alrededor. De repente tengo la extraña sensación de encontrarme en la Grecia Antigua: se está construyendo un teatro en medio de la naturaleza y como parte fundamental de la vida de una comunidad. El pan para el alma reconquista su lugar al lado del pan para el cuerpo simbolizado en toda la infraestructura material de la nueva colonia.

Jack me saca de mis pensamientos, me dice que le gustaría arrancar lo más pronto posible con algún proyecto para los niños de la colonia y no esperar hasta que finalicen los trabajos de la colonia: "lo importante es arrancar" -dice-. Es la primera vez que lo escucho decir esta frase y confieso que en el momento me dejo un poco perplejo: En mi país, en mi trabajo, cuando alguien dice así casi siempre significa que se trata de una persona sin una idea, sin un proyecto, y que pone manos a la obra en algo que seguramente fallará. Con la ayuda de Karol (y unas lecciones de matemáticas básicas) tomamos las medidas del teatro, razón por la que habíamos llegado hasta allí y regresamos al centro de la ciudad.

Dos días después, entre una clase de acrobacia, un ensayo de la nueva obra Réquiem por el padre Las Casas, una presentación del programa de Cuentos Infantiles en una aldea cercana a El Progreso, una prueba de vestuarios y un ensayo de música, Jack me pregunta cuando arrancaré con los entrenamientos de combate escénico. Estoy un poco empachado, no veo cómo es posible encontrar un tiempo libre para organizar sesiones de combate en medio de tanta actividad, pero "lo importante es arrancar". Es la segunda vez en tres días que escucho a Jack decir esta frase y empiezo a sospechar que no es una casualidad.

La confirmación de la no casualidad llegará en los siguientes días en los cuales escucho con más frecuencia esta frase, dicha siempre con la misma sonrisa de quien se las sabe todas. Empiezo a comprender con el tiempo y con el trabajo: construir en este país una realidad estable como teatro la fragua, con una organización que podría suscitar la envidia en muchos teatros del primer mundo, con un espacio escénico sencillo y bello, con un nivel altísimo de profesionalidad de los actores y una dedicación seria al trabajo que debería servir como ejemplo, todo sostenido económicamente casi sólo con las ayudas de amigos de todo el mundo, sin ninguna ayuda gubernamental: esto es una maravillosa locura. Una locura que pocos teatristas tendrían el suficiente coraje para afrontar. Además todo esto nació al final de los años setenta, en una temporada social y política bastante dura bajo todos los puntos de vista. Con actores que al principio fueron perseguidos y golpeados por los militares por considerar el estilo del teatro como un peligro para los intereses de la seguridad nacional. En una realidad como ésta hay poco que pensar y mucho que hacer. Sólo sobre el papel nada artístico es posible; la única manera es levantarse de la silla y empezar a abrir un camino en la selva. Lo importante, apunte, es arrancar.

Continuará....


(Francesco Manetti es nativo de Florencia, y es profesor de combate escénico y de entrenamiento físico en la Academia Nacional de Teatro de Roma.)







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