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Vol. xxiv #3

Septiembre, 2003



Una gema pequeña en una sala pequeña
Historias exactamente así de Kipling






Ocasionalmente, Kipling escribió para niños,
y quien escribe para niños corre el albur
de que esa circunstancia contamine su imagen.

--Jorge Luis Borges


Por todas partes cunde el mismo lamento: leer y escribir son aficiones en peligro de extinción ahora cuando estamos bajo el hechizo hipnótico de la televisión. Sin embargo, pocas aficiones existen tan capaces de humanizar el espíritu humano como la lectura y la escritura. No en vano se dice que nuestra cultura, lo mejor de ella (así como algo de lo peor también) es el producto de muchos libros: la Biblia, el Corán, el Popol Vuh de los mayas, Homero, Platón, Shakespeare. Por eso es de agradecer cuando una voz se levanta para recordarnos cómo fue, qué necesidades y deseos se confabularon para hacer presente entre nosotros a la escritura. Es precisamente lo que hace teatro la fragua en Historias exactamente así, una adaptación teatral de un cuento del escritor inglés (ganador del Premio Nobel en 1907) Rudyard Kipling, que narra cómo fue que se escribió la primera carta y cómo se abrió la primera oficina de correos, y todos los cambios que esos descubrimientos provocaron en la asilvestrada vida de un grupo de cavernícolas, permitiéndoles cruzar el umbral donde termina lo salvaje y comienza esa sublime aventura de lo humano.

Historias exactamente así fue adaptada en 1976 por Jack Warner y otros compañeros de Goodman School of Drama; las primeras presentaciones de este cuento infantil, escrito por Kipling en 1902, se realizaron en Chicago bajo la dirección de Joseph Slowik, el maestro de más influencia en la formación y trabajo teatral de Jack Warner. No creo pecar de muy emotivo al afirmar que teatro la fragua es nieto muy legítimo de aquel director hijo de polacos y discípulo teatral de Grotowski, otro polaco universal; un lazo familiar que me hace rememorar al viejo y luchador pescador, de mirada infantil, que le descubrió los secretos y maravillas del océano al joven Manolín, en aquella inmortal historia contada por Hemingway en El viejo y el mar. La amistad y apoyo de Joe -- como familiarmente conocemos a Slowik dentro del teatro -- continúan siendo a pesar de la lejanía geográfica un soporte importante para el trabajo de teatro la fragua en Honduras.


Como muchos otros, Jack Warner creció al rumor de las aventuras narradas por Kipling en sus libros. El escritor inglés de corazón hindú pertenece a esa generación de escritores cuyas obras uno lee en la infancia o la adolescencia, estableciendo un parentesco de fidelidad con sus personajes que ni el tiempo ni la edad adulta logran disolver. Se trata de obras a las que uno quiere y prefiere un poco más que a las obras de otros escritores, porque su lectura siempre nos remite a la época de una profunda y despreocupada felicidad, cuando en nosotros aleteaba el espíritu de exploración, de invento y de creatividad. Es lo que Warner insinúa cuando afirma que de todas las obras que ha llevado a las tablas en sus muchos años de carrera teatral, existe una a la que tiene un amor especial: Historias exactamente así de Rudyard Kipling.

Al escribir no puedo evitar recordar mi experiencia infantil con otro libro de narración semejante a las de Kipling: La isla misteriosa de Julio Verne. Hace poco, en uno de esos fugaces regresos a la casa de mis padres, re-descubrí en uno de los anaqueles de la biblioteca familiar aquella ahora vieja edición de la magistral narración de Verne. Sobre mis manos el libro estaba con sus pastas arrugadas y amarillentas, con el polvo acumulado de muchos años. En la primera página mi nombre escrito con una caligrafía olvidada y las señas de figuras cuyo pegamento no resistió el implacable paso de los años. Pero dentro, en las páginas del libro la aventura se conservaba fresca, eternamente joven y actual. Entonces me vi otra vez en ese ir y venir de un lado a otro que fue mi infancia, viajando hacia el oriente de mi país El Salvador en un ambiente amenazado de guerra civil. Acompañándome, en la mochila, unas pocas ropas, algún juguete y La isla misteriosa envuelta entre mis sábanas. Todavía ahora puedo evocar con claridad las noches de emoción y trepidante lectura, con la habitación a media luz y el fuerte olor del insecticida que ritualmente mi padre esparcía todas las noches para ahuyentar a los mosquitos. Con el pasar del tiempo he aprendido a valorar aquella narración que con sencillez, una simpática ingenuidad, y un derroche de brillante ingenio, me fue descubriendo que la vida es como la isla misteriosa descrita por Verne, donde para vivir son importantes ciertos valores como el compañerismo, la curiosidad, la rectitud, la honestidad y el heroísmo dispuesto a cualquier sacrificio en nombre de la amistad.


De la misma manera que parte de nuestra infancia estuvo marcada por escritores como Verne o Mark Twain, la infancia de la fragua lo estuvo por Kipling y sus Historias exactamente así. El año 1979, tres años después de haberlo hecho en Chicago, culminados sus estudios teatrales y radicado en Honduras, Jack Warner estrenó una primera versión hondureña de Historias para un público popular. teatro la fragua tenía pocos meses de haber comenzado sus andanzas, allá en la por entonces agreste e inaccesible geografía de Olanchito y sus alrededores recién colonizados por las fincas bananeras. Muchos poblados en las montañas y valles del norte de Honduras llevaban una vida similar a la tribu de Tegumai, los proto-humanos protagonistas de la obra: una vida rudimentaria limitada la mayoría de las veces a las tareas de supervivencia, donde el fuego del ingenio y la cultura todavía no había sido encendido ni estimulado. En este contexto Historias exactamente así fue una invitación a salir de la monótona vida de la caverna para encontrar el poder transformador que tienen la lectura y la escritura, y estimular en la población (especialmente en los niños) la necesidad y el derecho a la educación.

Veinticuatro años después muchas cosas en Honduras han cambiado: la luz eléctrica ha llegado hasta los lugares menos imaginados, las antenas parabólicas se levantan en los poblados más distantes, hay más escuelas aunque a veces lo que faltan son maestros y voluntad para enseñar, no sólo por dinero pero más por compromiso y vocación. Y a pesar de estar un poco más "civilizados" el mensaje de Kipling en sus Historias exactamente así sigue teniendo actualidad en una sociedad donde el imperio de la imagen ejerce su dulce tiranía, donde existen grandes porciones de población viviendo en la oscuridad de la caverna, sin tiempo para cultivar el espíritu a través de la cultura y la educación.


Quienes ahora han visto la obra, sean niños o adultos, tienen la experiencia de un eterno y feliz instante para recuperar la infancia, fraseando el título de un sugerente libro de Fernando Savater. Hay varias cosas a recuperar en el enredado y confuso mundo que ahora nos está tocando vivir, y los valores de la infancia es una de ellas. Tal vez la inocencia hay que darla definitivamente por pérdida, anegados como estamos por imágenes sobresaltadas de nuestra adulta capacidad para la maldad y la barbarie, que son el menú principal exhibido por los medios. Pero además cómo cuidar o conservar la inocencia de la infancia si por estas latitudes tercermundistas es lo primero en profanarse, cuando en lugar de jugar muchos niños son forzados a trabajar, a dormir por montones en las calles o son ofertados como exquisitez sexual de última moda.

Al espectador de Historias exactamente así acontece algo similar a la experiencia, muy terapéutica por cierto, de jugar con los niños: una experiencia sencilla, elemental y profunda como cuando por la noche, al final de un día complicado por las responsabilidades y líos del mundo adulto, te postras al pie de la cama donde duerme el niño o la niña de tus amores, y se experimenta al contemplarlo (bostezando, moviéndose y soñando con mundos desconocidos para nosotros los adultos) una sensación inexplicable de paz y de honda esperanza, un impulso que saca a flote lo mejor de nuestros sentimientos y pensamientos; unos momentos de clarividencia donde algo pequeño y frágil nos inspira el deseo de mejorar y luchar con toda la convicción posible en la construcción de un mundo mejor. Es lo que el grupo de actores del teatro la fragua provocan cada vez que escenifican la obra de Kipling: ponernos a jugar y soñar con la esperanza, la única que permite jugar según Savater.





Cuenta Guillermo Anderson, compositor y músico de las maravillas y secretos del caribe hondureño, que cierta vez una persona que sólo le conocía por haber escuchado sus canciones en la radio, cuando por fin le conoció personalmente le dijo: Ah, usted es el que le canta a los pajaritos, como queriendo decir que en Honduras hay tantos urgentes y graves problemas (la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la pobreza) y aparece un artista componiendo canciones a los pajaritos en auténtica evasión a los problemas reales del país. Quede claro que Guillermo Anderson es una de las voces artísticas más comprometidas socialmente, y su música una expresión de los más graves problemas de Honduras (aunque juzgar la obra de un artista por sus opiniones políticas -como bien señala Borges- es lo más superficial que hay). Pero el problema de la canción de Guillermo a los pajaritos, aunque ella misma es una fina denuncia y un amistoso llamado de atención a controlar nuestro febril ánimo destructivo contra la naturaleza, es que bebe su temperamento de la misma raíz de donde también toman su estilo los cuentos infantiles, y de hecho la canción pertenece a un set de canciones infantiles de marcado compromiso ecológico, dedicada a los niños pero con un mensaje para los adultos también.

Con un sentir opuesto al de aquel amigo de Anderson, un crítico de espectáculos de Chicago, días después de estrenar Historias exactamente así en 1976, se refirió al estreno diciendo que se había tratado de una gema pequeña en una sala pequeña. Pero como índica Borges: quien escribe, canta o actúa para niños corre el albur de que esa circunstancia contamine su imagen. Algo que a pesar del Nobel sucedió a Kipling, quien para el escritor argentino sigue siendo un hombre famoso pero también un hombre secreto o prohibido, pues su nombre no se pronuncia con el tono reverencial que se reserva para otros consagrados de la literatura pero que no contaminaron su imagen escribiendo para niños o adolescentes. Sin embargo, hay secretos en la vida que sólo pueden ser comprendidos si se miran con los ojos de la infancia. Historias exactamente así es una obra pequeña, como los niños a quienes va dirigida; pero esta gema de la literatura convertida en teatro tiene un resplandor, ese brillo escurridizo y juguetón de la esperanza, capaz de iluminar nuestros corazones y despertar al niño escondido dentro de cada uno, y a los valores humanos de ese niño, pequeños y sencillos, y que han quedado perdidos entre la masa confusa de las preocupaciones adultas.

--Carlos M. Castro








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