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Vol. xxvii #1

Marzo 2006



En mi bici

Lorena Lansing




No está en ningún mapa; los sitios auténticos jamás lo son.
~Herman Melville

Este es en definitiva un teatro "de verdad." No es un teatro al estilo "ven a practicar cuando tengas tiempo con los niños de la iglesia local." El teatro funciona de 8 a 5, con almuerzo y siesta de 12 a 2. Durante ese tiempo los actores ensayan - en el momento, la Pasión para la Cuaresma y Semana Santa; reciben clases de movimiento y baile, y construyen la escenografía y vestuarios. Trabajan en un estilo minimalista; no hay que hacer cuartos tridimensionales ni corsés Victorianos. Escenografía y utilería son sus cuerpos y objetos imaginarios, lo que permite despertar la creatividad de actores y público. Todo se lleva a cabo en un escenario de tablones de madera rodeados de ventanas y de graderías de madera para 200 asistentes.

La oficina es un hervidero de presupuestos, música, diseño para internet, planilla, mercadeo: mantiene funcionando al teatro. La mayoría de los empleados tienen entre 17 y 25 años, y sus ideas jóvenes energizan la operación. Mi trabajo principal ha sido la redacción de proyectos, desarrollo, edición de cartas y guiones; pronto comenzaré a trabajar en las distintas facetas de producción, incluso quizás como directora. Nunca me falta trabajo: al P. Jack se le nacen nuevas ideas a cada momento.

Y hay El Progreso. El Progreso es la Ciudad de las Bicicletas. O lo era hasta que los carros usados se volvieron posibilidad real. Las bicicletas cruzaban las extensiones de los campos bananeros a comienzos de los 1900. Y ya para el 2006, con el precio de los combustibles por las nubes, la gente vuelve a sus bicicletas de montaña, de caminos, de parachoques, de cualquier tipo para no pagar los Lps. 65 (casi los US$ 3.75) por galón.

Mi bicicleta no tiene borlas multicolores que se mecen en el viento, ni un gran asiento, ni pintura roja brillante; pero me da cierto aire de independencia. El viaje hasta el teatro me lleva aproximadamente 15 minutos y me da el lujo de observar durante ese tiempo mientras manejo mi bicicleta. Progreso es una mezcla de lo antiguo y lo nuevo, lo rural y la ciudad, la alta tecnología y lo colonial; todo junto en el mismo plato como arroz y frijoles.

Esto es lo que veo por el camino: salgo de mi casa a la polvorienta calle, esquivo las gallinas y el grupo de niños vestidos en pañales y una vieja camiseta de su mamá, inmersos en un juego de rayuela y discutiendo de quién es el próximo turno. Navego con cuidado entre piedras y baches, pasando por una casa de dos pisos pintada de rosado y morado: parece un dulce del Día de San Valentín. Al frente está la pulpería más cercana a mi casa. Las pulperías son tiendas caseras asentadas en el cuarto frontal de la casa, protegidas por un portón de seguridad abarrotado. Las pulperías tienen todo lo que uno llega a necesitar en un momento de apuro: cajas de huevos, pan, leche, refrescos, jabón, tres tipos diferentes de bananos, pañales, confitería, papas fritas, papel higiénico, harina de maíz, y todo tipo de pollos, vivos o muertos.

Llego a la calle principal y la pavimentación; esta ruta me llevará al centro de la ciudad. Pero primero, debo evadir dos túmulos, pasando entre los carros y el bordillo de la acera. Paso un solar donde pastan ovejas con lana apelmazada del color de la tierra seca, la cual escudriñan por comida. Paso frente a un aserradero que emplea carretas de caballos para entregar los tablones a sus clientes. Sigue una estación de cable que ofrece canales como Cartoon Network, ESPN y HBO a los ávidos televidentes del Progreso. Paso frente al ebanista de muebles, quien, a partir de unos pocos pedazos de madera, planchas de poliexpan y telas anticuadas, construye sofás de felpa y sillones, dentro de una casucha del tamaño de un garaje.

Un semáforo marca la entrada al centro. Rebaso los carros tratando de rebasar la fila de buses estacionados a lo largo de la acera. Bajo un toldo de metal, filas de lustrabotas sentados en pequeñas cajas de madera. Sus clientes llegan a las 8; hombres que se enorgullecen de sí mismos al sacarle brillo a sus pies luego de haber viajado por calles polvorientas y así llegar a sus trabajos. Una vez que ya tienen sus zapatos rechinantes, se detienen para comprar el periódico del día para leer las noticias del fútbol. Cruzo hacia la otra acera, a la par de la iglesia de Las Mercedes. Aquí está el parque, donde no se puede estacionar. Esto me permite un agradable momento para pedalear sin temor a pegar contra una puerta que se esté abriendo, o un taxi arrancando de golpe, o una madre que esté jalando a su hijo hacia el otro lado de la calle; una oportunidad para ver atrás la iglesia, sencilla y blanca, que se levanta por encima de los edificios de un solo piso de El Progreso.

Sigo; gigantescas sombrillas playeras de colores primarios poblan densamente las dos aceras, escondiendo las tiendas atrás. Pregonan camisetas, frutas, y billetes de lotería; han tratado de crear un entarimado marítimo caribeño, para olvidar que no hay hermosa arena, sino polvo, ni un océano prístino, sólo agua sucia. Puestos de baleadas llenan todas las esquinas: estufas portátiles de gas y cazoletas llenas de frijoles, queso, carne y masa de tortilla; el delicado aroma de harina y agua cocinándose acompaña el palmoteo de la masa de las tortillas a las que se les da vuelta entre las manos de las mujeres. Comida rápida: un alma sin desayunarse puede comprar baleadas, tortillas de harina rellenas de frijoles y queso. A la siguiente cuadra, bajo la señal de "no estacionar" una camioneta se estaciona, la paila cargada de un volcán de rojas y amarillas almendras peludas. Para las 5 p.m. cuando regreso, todas se habrán vendido a ávidos comerciantes, niños inquietísimos, agentes de viaje con tacones altos, ancianos de espaldas agachadizas y estudiantes que buscan algún bocadillo.

Llego al mercado de frutas, queso y pescado: las mismas piñas, bananas, rábanos, repollos, cebollas, zanahorias, papayas y manzanas ofrecidas por cada vendedor. Luego los puestos de queso: jóvenes vendedores rodean mostradores de vidrio llenos de queso no refrigerado y mujeres se sientan en cajones de plástico al lado de canastos grandes de camarones y sardinas secas. El olor del viejo pescado y de la leche cortada en el sol tropical es suficiente para provocarme a que desmaye y me caiga de mi bicicleta; pero hordas de clientes llegan a comprar su alimento. Entretejidos dentro de la variedad de este bazar hay pequeñas tiendas, con nombres como "Curiosidades y Más" o "Tiara Princess" que venden camisetas con logos de Puma, zapatos para desgastar y relustrar, y pantalones para cualquier talla de mujer. Teléfonos celulares, pantallas grandes de televisión y ciber-cafés dominan las siguientes dos cuadras; compiten para desarrollar la tecnología de este país en desarrollo.

Aguardo en el segundo semáforo, y paso la fila fuera de la oficina del seguro social. Todos los días unas 20 personas aguardan a ser pagadas por el gobierno que espera a que le sea pagado por inversiones foráneas muy vencidas. Cerca, hay dos hombres en sillas de ruedas con pedazos de cartón escondiendo el espacio vacío donde sus piernas solían estar, intentando vender los espacios publicitarios en sus sillas de ruedas.

Luego, paso por mi edificio favorito: una panadería grande. El diligente dueño ha instalado ventiladores que esparcen el aroma del azúcar, mantequilla y harina hacia el húmedo y contaminado aire para endulzar el ambiente por un momento. Inhalo profundamente todos los días que paso por allí, ganando unas miradas de "íay, estas gringas!" de parte de los transeúntes. Finalmente, llego al boulevard y aguardo a que un carro le pase a otro en carriles sin demarcar para que yo pueda cruzar, y así volver a las calles de polvo y baches. Giro pasando por la clínica médica donde hay cuatro hombres que venden jugos, que me mandan de piropo los sonidos de un besito. Giro de nuevo y el aire refresca por los árboles: mangos, buganvilla, palmeras, y arbustos floreados. Enclavada en la frescura de la brisa y no muy distante del centro de la ciudad, un sendero de cemento te lleva a un edificio de madera. El letrero indica "teatro la fragua."

Viajando en mi bici, he pasado por colonias y barrios de los campos bananeros y atrevezado el centro de un pueblo que intenta catapultarse hacia el siglo xxi, para luego regresar a este antiguo edificio de madera originalmente construído como un salón de baile por los ejecutivos de la United Fruit Company. El siglo veinte pasó durante 15 minutos frente a mis ojos mientras yo pedaleaba en mi bicicleta.

--Lorena Lansing


[Lorena Lansing llega al teatro la fragua desde Denver, Colorado. En Junio del 2005, se graduó de la Escuela de Teatro de la Universidad de DePaul en Chicago con una Licenciatura en Bellas Artes en teatro, con periodismo como asignatura secundaria. Ella está enfocada principalmente en el área del teatro educacional para niños, con énfasis en narración de cuentos pluriculturales. Lorena se dedicará a trabajar durante un año con el teatro la fragua, para estudiar las técnicas del teatro y la cultura hondureña]






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